jueves, 21 de febrero de 2013

Héroes

Vasili Grossman
Una de las mayores ilusiones de nuestra sociedad es (o era antes de la crisis) el nuevo modelo de teléfono móvil que nos vamos a comprar, o el coche que estamos empeñados en adquirir. Ése ha sido el signo de la vida hasta hace poco en el derrochador Occidente, al que intentan añadirse Rusia y China. Sin embargo, hubo una época, muy muy cercana a escala histórica, en que los héroes poblaban las calles del Viejo Continente simplemente con la más básica de las supervivencias. Cientos de millones de héroes dispuestos a mantenerse vivos y unos pocos, si pocos pueden ser centenas de miles, cuyos ideales les llevaban a emprender los más bellos sueños o a cometer las mayores atrocidades, sin que una cosa excluyera automáticamente la otra. Vida y destino (Vasili Grossman, Galaxia Gutember-Círculo de Lectores, Barcelona, 2007) es la crónica de un tiempo y de un lugar en los que las mayores esperanzas iban de la mano de los mayores sufrimientos: Stalingrado, II Guerra Mundial.

Vida y destino es la historia de la familia Sháposhnikov, de sus allegados y amigos, en la Unión Soviética del máximo sacrificio por la libertad, enfrentada a los nazis, y en cuyo suelo se alternaron dos de los mayores genocidios conocidos: el perpetrado por el Ejército alemán y el llevado a cabo por Stalin contra su propio pueblo.

La familia Sháposhnikov es el microcosmos en el que confluyen héroes de la supervivencia cotidiana, en las ciudades y en los campos de concentración, y héroes de los ideales hasta el punto de asumir conscientemente la muerte a la que sus principios les conducen. Personas que luchan de forma solidaria contra el fascismo. Personas que, arriesgando su libertad cuando no su vida, ofrecen amistad y consuelo a los represaliados. Y, también, verdugos que matan y torturan con la rutina de un funcionario, y víctimas que siguen creyendo ciegamente en la maquinaria ideológica que las extermina.

El autor de la novela, Vasili Grossman, era el más destacado cronista de dicha maquinaria ideológica. Corresponsal en el sitio de Stalingrado del diario Estrella Roja, periódico oficial del Ejército soviético, sus artículos reflejaban la vida cotidiana de los combatientes y de la población civil, sin olvidar la épica necesaria en la batalla crucial que decidió, en buena medida, la suerte posterior de la guerra en Europa. Era escritor, no periodista, y puede que esa circunstancia diera una mayor profundidad y perdurabilidad a sus textos.

Grossman siguió a las tropas soviéticas en su avance por Alemania y fue el primer reportero en informar al mundo de la dantesca realidad de los campos de exterminio.



Fue testigo, y al mismo tiempo protagonista, de cuantos horrores se sucedieron a su alrededor, y vio llegada la hora de contarlos con la muerte de Stalin y la denuncia de sus crímenes por parte de Jrushov. ¿Era Grossman un inconsciente, un ingenuo, o por el contrario su extrema inteligencia prefería agrietar frontalmente una censura que nunca dejó de existir?

Porque Vida y destino, el relato resultante, equipara textualmente nazismo y estalinismo, muestra el exterminio físico y moral a que era sometida la población soviética por parte de su propio Gobierno y traza escalofriantes retratos de héroes, víctimas y verdugos, a los que en demasiadas ocasiones no es fácil distinguir.

El escritor envió sendos originales de su novela a una revista y a una editorial soviéticas. El resultado fue una visita del KGB a su casa, en la que fueron requisadas hasta las cintas de la máquina de escribir en que se mecanografió el texto, y una peculiar declaración de los servicios de seguridad: Vida y destino no podría publicarse “en los próximos 200 años”.

De nada sirvió al autor una carta de protesta remitida al mismísimo Jrushov, la novela fue prohibida y Grossman pasó automáticamente al ostracismo. A lo largo de su vida ni siquiera llegó a ver publicada su obra cumbre, una de las mejores del siglo XX: sólo en los años 80 una copia, salvada milagrosamente y microfilmada, llegó a Francia, y desde allí se difundió por todo Occidente.

Para quienes hoy en día practican el descreimiento como forma elevada de cinismo, o como simple reacción ante aspiraciones no satisfechas, para quienes creen que al mundo sólo lo mueve el dinero, Vida y destino es una lectura más que recomendable. Y para quienes conservan aún un aprecio moderado por las ideas, los principios y la fe en el ser humano, esta novela es sencillamente imprescindible.




Algunos párrafos de Vida y destino

Del mismo modo, a los prisioneros de guerra soviéticos les resultaba imposible ponerse de acuerdo: unos estaban dispuestos a morir para no cometer traición; otros tenían intención de alistarse en las tropas de Vlásov [renegado ruso que combatía junto a los nazis]. Cuanto más hablaban y discutían, menos se comprendían. Luego se hacía el silencio; el odio y el desprecio mutuos eran patentes. En aquel gemido de mudos y discursos de ciegos, en aquella espesa mezcla de individuos, unidos por el horror, la esperanza y la desgracia, en aquel odio e incomprensión entre hombres que hablaban una misma lengua, se perfilaba de un modo trágico una de las grandes calamidades del  siglo XX. Página 30

Visito a los enfermos en sus casas. Decenas de personas, ancianos prácticamente ciegos, niños de pecho, mujeres embarazadas, todos viven apretujados en un cuartucho diminuto. Estoy acostumbrada a buscar en los ojos de la gente los síntomas de enfermedades, los glaucomas, las cataratas. Pero ahora ya no puedo mirar así en los ojos de la gente, en sus ojos sólo veo el reflejo del alma. ¡Un alma buena, Vitenka! Un alma buena y triste, mordaz y sentenciada, vencida por la violencia, pero, al mismo tiempo, triunfante sobre la violencia. ¡Un alma fuerte, Vitia! Si pudieras ver con qué consideración me preguntan sobre ti las personas ancianas. Con qué afecto me consuelan personas ante las que no me he lamentado de nada, personas cuya situación es peor que la mía. Página 102


Casi todos creían que el bien triunfaría en la guerra y los hombres honrados, que no habían dudado en sacrificar sus vidas, podrían construir una vida justa y buena. Aquella convicción resultaba conmovedora en unos hombres que sabían que tenían pocas posibilidades de sobrevivir hasta el final de la guerra y que, en cada despertar, se sorprendían por estar vivos un día más. Página 283
 

Todo el mundo se acordaba de 1937, cuando casi a diario se citaban nombres de personas arrestadas la noche antes. La gente se telefoneaba para contarse las novedades: “Hoy por la noche se ha puesto enfermo el marido de Anna Andréyevna…”. Le venía a la mente cómo hablaban por teléfono los vecinos sobre los que habían sido arrestados: “Se fue y no se sabe cuándo regresará”. Volvían a aflorar los relatos sobre las circunstancias de los arrestos: “Llegaron a su casa en el momento en que estaba bañando al niño; lo apresaron en el trabajo, en el teatro, en plena noche…”. Recordaban: “El registro duró cuarenta y ocho horas, lo pusieron todo patas arriba, incluso rompieron el suelo… Apenas han revisado nada; han hojeado los libros sólo para salvar las apariencias…” Página 581


Decía en tono de broma que, evidentemente, en el instituto se había propagado una epidemia de miopía, porque los conocidos que se encontraban cara a cara con él pasaban de largo, abstraídos, sin saludarle siquiera. Gurévich, pese a que le había visto desde lejos, había adoptado un aire pensativo, había cruzado la calle y se había detenido a contemplar un cartel. Shtrum, siguiendo su recorrido, se había vuelto para mirarle; en el mismo instante también Gurévich había levantado la mirada y sus ojos se habían encontrado (…). Svechin, al encontrarse con Shtrum, le había saludado y había ralentizado el paso con buenas formas, pero por la expresión de su cara se diría que se había topado con el embajador de una potencia enemiga.

Víctor Pávlovich llevaba la cuenta de quién le había dado la espalda, quién le saludaba con un movimiento de cabeza, quién le estrechaba la mano.

Cuando llegaba a casa, lo primero que preguntaba a su mujer era:

- ¿Ha llamado alguien? Página 853


Una hora antes había creído que el juez instructor no sabía nada de él, que era un hombre de provincias al que acababan de promocionar… Pero el tiempo iba pasando, y el funcionario continuaba interrogándole sobre comunistas extranjeros, amigos de Nikolái Grigórievich; conocía sus nombres de pila, cómo los apodaban en broma, el nombre de sus mujeres y sus amantes. Había algo siniestro en la extensión de sus conocimientos. Incluso suponiendo que Nikolái Grigórievich hubiera sido un gran hombre cada una de cuyas palabras tuviera una dimensión histórica, no habría hecho falta reunir en aquel enorme expediente tantas similitudes y reliquias.

Sin embargo nada se consideraba una fruslería.

Allí por dónde había pasado había dejado huellas; un séquito a sus espaldas había registrado toda su vida.

Una observación maliciosa sobre un camarada, una broma sobre un libro leído, un brindis burlón en un cumpleaños, una conversación telefónica de tres minutos, una nota malintencionada que había dirigido al presidium durante una asamblea: todo estaba recopilado en aquella carpeta con lazos. Páginas 982 y 983


- Tú, hijo de puta, canalla, ¿dónde estabas cuando yo guiaba a los hombres al combate en Ucrania y en los bosques de Briansk? ¿Dónde estabas tú cuando yo me batía en pleno invierno en Vorónezh? Tú, miserable, ¿has estado en Salitngrado? ¿Y soy yo el que no ha hecho nada por el Partido? (…)

Después le pegaron, pero no de modo primitivo, golpeándole en la cara como hacían en la sección especial del frente, sino con refinamiento y método científico, teniendo en cuenta nociones de fisiología y anatomía (…).

Comenzó a manar sangre de la boca de Krímov, a pesar de que no había recibido ni un solo golpe en los dientes, y aquella sangre no procedía de la nariz, ni de la mandíbula, ni de un mordisco en la lengua, como en Ájtuva… Aquella era sangre profunda, que salía de los pulmones. Ya no recordaba dónde estaba, no recordaba con quién estaba… Encima de él apareció de nuevo la cara del juez instructor. Señaló con el dedo el retrato de Gorki que colgaba en la pared sobre el escritorio y preguntó:

- ¿Qué dijo el gran escritor proletario Maksim Gorki?

Y en tono pedagógico y persuasivo se respondió a sí mismo:

- Si el enemigo no se rinde, hay que aniquilarlo. Páginas 998 y 999



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