lunes, 18 de febrero de 2013

La Peña

 

El sábado hizo un día soleado, muy agradecido para ir de paseo. Llegué junto a L. antes de las doce y media a las inmediaciones de la Peña, bastante cerca de donde yo recordaba que estaba el puente para cruzar el río. A pesar de que yo tenía la imagen del caserío vecino en bastante mejoras condiciones.

A la altura de la edificación principal había un labriego encalando el muro lateral. Le pregunté si el puente quedaba muy lejos y, ¡oh, sorpresa!, nos informó de que ya no había puente: se lo llevó la última riada.



Sólo unas decenas de metros más adelante encontramos, en efecto, los cimientos. Y algo más alejado encontramos un posible vado, cubierto por agua hasta la cintura. En el fondo se distinguía un lecho de piedras pulimentadas y resbaladizas. Al otro lado esperaban las ruinas de una antigua cantera. Tras mucho dudar decidimos seguir adelante bordeando el río en busca de un paso.

Lo encontramos en forma de viaducto ferroviario, unos treinta metros de vía que salvan el río hasta el lado contrario. Dos trenes pasaron mientras nos acercábamos y justo después del segundo pasamos a la carrera, ignorantes de si nos alejábamos del peligro o nos acercábamos a él.

Retrocedimos por la orilla adecuada, para encontrar un ascenso que no fuera demasiado complicado a la Peña, que domina la gran planicie. Nos encontramos con una valla nueva, que no estaba allí cinco años atrás. Una valla enorme, que más parece para contener elefantes que para disuadir domingueros. Y un par de metros por detrás la valla antigua y accesible.




Rodeamos la cerca por el poco espacio que quedaba entre ésta y la vía. Llegamos a la cantera y nos detuvimos ante los edificios derruidos. Allí había un hueco en la valla nueva y un camino que ascendía lentamente, dando la vuelta a la Peña.




Subimos hasta que los límites de la gran estepa se perdieron en el horizonte. A media ladera había un árbol solitario. Eran las dos de la tarde. Nos sentamos bajo el árbol y comimos. Unos minutos después estábamos al pie de las rocas que dan acceso a la última pendiente. Trepamos por ellas.


Nos faltaban cien metros para llegar arriba y contemplar la enorme llanura que intenta engullir la ciudad, refugiada a los pies de la sierra. El terreno estaba cada vez más empinado y totalmente cubierto de piedras sueltas. L. había resbalado y se había hecho daño en una muñeca: no podía apoyarla. Ella insistía en llegar arriba, pero el problema no era subir, sino bajar: iban a hacer falta las manos en aquel tramo. Dejamos la cima a cien metros de nosotros y descendimos por el lado contrario, con la cabeza baja, atentos a la tierra que se deshacía bajo nuestras pisadas, a las piedras que saltaban tras nuestro rastro. Eran algo más de las cuatro cuando llegamos al coche.











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