martes, 21 de junio de 2016

Azul

Relato finalista del XXVII Premio de Narracion Breve de la UNED


Era un azul tornadizo. Lo miraba a los ojos y siempre me sorprendía su tonalidad. Cambiaba conforme avanzaba el día. Variaba del claro al oscuro dependiendo del sol intenso, de las nubes atormentadas o del crepúsculo gélido. Sus pigmentos se alteraban si se ponía nervioso, cuando negaba que me quisiera y en las horas de miedo. Yo era una niña de quince años aferrada a una huidiza esperanza azul. Creía que si tenía fe el mundo se derrumbaría sobre cualquier otra persona. Como mi vecino Hans, por sus torpes faltas de ortografía. Tal vez caería a plomo para sepultar a Ilse, la hija del panadero, que se burlaba de mí con su cara redonda cuando me veía en la cola del racionamiento. Seguro que los escombros lloverían del cielo para golpear al señor Jawer, el alcalde, siempre jadeante, tan infeliz, tan colérico.

Yo lo miraba a los ojos y contemplaba mi reflejo azul. Klaus tenía dieciocho años y quería ser arquitecto. El mundo se derrumbaba y de entre las ruinas surgiría Klaus, demiurgo redentor de la arquitectura. Su vocación se reflejaba al posar sus manos en mi cintura como si calibrara su topografía. En el momento crucial de un beso delimitaba el espacio preciso en el que se encontrarían nuestros labios. Al sopesar mis pechos, apenas dibujados, calculaba el ritmo de expansión del terreno. Mi pubis tenía la forma de un compás, era un instrumento delicado al que tratar con sumo tacto. Éramos dos niños y no lo sabíamos.

En el puerto, a orillas del Elba, la niebla ocultaba el mundo cada amanecer. Las casas, construidas con tejados de colores y ladrillos rojos, desaparecían tras una cortina gris. Subiendo la colina se estrechaban las calles empedradas hasta desembocar en la glorieta de la catedral y, un poco más allá, el castillo. En los buenos tiempos los pescadores se arremolinaban de madrugada en torno a los cafés que oradaban las plazas. En los buenos tiempos el mundo disipaba la niebla.

Mi ignorancia me llevaba a creer que el futuro era de color azul. Azul tornadizo. No sabía que existe un mundo más allá de las aguas grises del río, un mundo cálido y luminoso en el que la gente tiene los ojos oscuros y la piel tostada. En el que los ríos brillan como cuchillos afilados. Llegué a Málaga el 23 de marzo de 1953. Habían pasado más de diez años. Mi marido y mis dos hijas, Gerda y Floy, esperaban mi vuelta en Alemania. El tren se detuvo y agradecí que cesara el traqueteo que me había maltratado desde que salí de Madrid, y que ni siquiera las horas de coche-cama habían logrado aliviar. Era casi mediodía. Estaba muy cansada. Un mozo acarreó mis maletas y cuando me di cuenta cabeceaba dentro de un destartalado taxi. El viaje hasta el hotel fue breve. Los adoquines hacían saltar el coche. En la calle iba y venía la gente sin aparente prisa. Su aspecto espigado y su manera de andar, como sin querer llamar la atención, me resultaba familiar. La ropa no tenía color porque la penuria lo borra. Con el tiempo supe que llegué a la calle Marqués de Larios atravesando el río Guadalmedina por el Puente de Tetuán, y continué por la avenida del Generalísimo bajo los ficus centenarios. Dejé el Paseo del Parque a mi derecha y emboqué aquella calle amplia en la que un guardia urbano observaba, relajado, el escaso tráfico: algún camión que escupía aceite, coches remendados que merecieron mejor vida y, como estampa sugestiva, un biscúter que llamaba la atención a su paso. Hombres enjutos tiraban de pequeños carros, llevando mercancías de un lado para otro. Los toldos de los comercios cubrían las aceras. A su sombra bullía la Málaga que se agarraba a la vida, que sobrevivía con la convicción de salir adelante y, en el minuto siguiente, con desesperación.

Fueron muy amables en el Hotel Larios. La habitación tenía un balcón por el que entraba el sol. Desde la bañera parecía que me buscaba el brazo de luz de un reflector antiaéreo. Las partículas de  polvo bailaban un vals.

Salí del hotel un poco menos cansada y hambrienta, pero limpia. Me dejé llevar al azar y aparecí en la plaza de José Antonio. Una vez allí me introduje en una calle muy estrecha, en cuya cartela se podía leer “Pasaje de Chinitas”. Me llamó la atención el nombre del Café Múnich, parecía que me estuviera destinado tras dejar Alemania tan lejos. Así fue como tomé mis primeras patatas fritas con huevos. Todo el mundo era muy amable y todo el mundo hablaba a gritos. Cuando se dirigían a mí gritaban aún más, pero no por eso acertaba a entenderlos mejor. Estaba pidiendo la cuenta cuando se acercaron a mí dos niños pequeños, vestidos con pantalón corto de tirantes y las camisas más blancas que jamás hubiera visto. Me miraron fijamente, parecían asustados. Yo les susurré algo en alemán, pero no me hicieron caso. El que parecía mayor tal vez tenía seis años y tomó la iniciativa: levantó su brazo y con los dedos extendidos tocó mi pelo rubio y lacio. Lo hizo muy despacio, mientras el que supuse su hermano abría desmesuradamente la boca.

Minutos después atravesaba el barrio de Capuchinos, con sus casas de fachadas descuidadas y sus calles polvorientas. Recordé la escena, la expresión asombrada de aquellos mocosos, y la madre apartándolos de mí entre disculpas. Me sentía digna de admiración, inevitablemente observada por niños y adultos, mujeres y hombres. Me sentía extraña y feliz. No pude evitar echarme a reír y el taxista me miró, divertido, por el retrovisor, y me dijo algo que no entendí. Mi respuesta fue seguir riendo. Giramos a la izquierda para enfrentar el Cementerio de San Miguel. Pagué el taxi y a la entrada compré una docena de claveles en un quiosco desvencijado. Penetré en el camposanto y contemplé la capilla de Santa Isabel de Hungría y su cúpula cenicienta. Los panteones quedaban atrás. No había nadie. A espaldas de la capilla busqué la “calle” Concepción. En un rincón una sucia escalera de madera reposaba en el suelo, junto a un grifo. Encontré el nicho, encastrado en uno de esas aterradoras colmenas mortuorias que infestan los cementerios de España. Por qué tanta oscuridad  para los muertos en un país tan lleno de luz, pensé. Me vi con los claveles en la mano. Me acerqué a un nicho próximo y cogí un jarroncito que contenía unos crisantemos marchitos. Tiré las flores secas junto a la escalera y usé el grifo. Vengo de muy lejos y me sabrán perdonar, musité. Puse los claveles en el jarrón húmedo y coloqué éste ante el nicho de Klaus. Muerto a los veinte años, abrazado entre dos azules.

El cielo y el mar
El cielo era  azul  y el  mar  era  azul, dos azules distintos hermanados por una luz aguda, que hería la vista. A las once el capitán Hartmann había ordenado emerger. Los motores eléctricos estaban prácticamente agotados y la única manera de recargarlos era navegar en superficie, impulsados por las máquinas diesel. Ni una nube traía consigo aquel 23 de marzo de 1943. La tripulación fue autorizada a darse un respiro en cubierta. Una leve brisa resbaló sobre las pieles cetrinas, embozadas bajo capas de grasa y sudor. Los ojos claros pestañearon para defenderse de la voraz claridad. La temperatura era de 16 grados. Las coordenadas decían que se encontraban a unas 15 millas del puerto de Málaga.

La eternidad era azul. El mar estaba quieto y el cielo estaba quieto. Sobre la planicie bruñida bailaban los reflejos del sol, como bailan la espigas de trigo en los valles cuando las corteja el viento. Algunos fumaban y otros miraban a lo lejos, colocando una mano a modo de visera, como si de esta manera fueran a distinguir un horizonte distinto. El aire sin viciar se introdujo en sus pulmones, el oxígeno tiñó de nuevo su sangre de un rojo exuberante y sintieron cálidos los cuerpos que minutos antes bañaban en una tibia penumbra. Fue Helmut el que dio la voz de alarma. Los sobresaltó a todos gritando y señalando un lugar cualquiera en el mar. Estaban a punto de volver al interior del submarino a la carrera cuando lo secundó Edwin, quien los desconcertó a todos con evidentes gestos de alegría. Porque a escasos veinte metros a babor una familia de delfines se divertía abriendo surcos en el agua, saltando y volviéndose a sumergir. Los muchachos se arremolinaron en la borda, rieron y vitorearon a los delfines como a renombrados artistas del café teatro. Extraños peces que remolcan náufragos, como bien supo Ulises: agradecido, mandó labrar su silueta en el escudo que lo protegió en Troya. Pues le devolvieron a su hijo Telémaco sano y salvo, tras ser arrastrado por las olas durante una furiosa tormenta que asoló la costa de Ítaca.

Aldous se mantuvo en su puesto de vigía pero no pudo evitar una sonrisa. Durante unos segundos centró la imagen de los prismáticos en las cabriolas. Después los apartó, giró sobre sí mismo y escudriñó el lejano azul. Aldous era un chico pecoso y achaparrado, hijo de modestos agricultores de la Prusia Oriental, que nunca había visto el mar hasta que embarcó en el puerto de Saint-Nazaire. Habituado a los espacios abiertos, la vida en el submarino se le antojó la de un preso en una mazmorra. Acero y oscuridad. Las travesías en superficie aliviaban su claustrofobia. Cuando el 23 de marzo, a las 11:17, divisó al oeste aquella ligera bruma surgiendo veloz entre los dos azules, pensó en una tormenta de arena en el desierto. Nubes de polvo recorriendo kilómetros a gran velocidad, envolviendo las divisiones acorazadas mientras Rommel sujetaba con una mano su gorra de general y, con la otra, mantenía en  su  sitio el pañuelo que le cubría el rostro. Oasis en los que refugiarse y dormir admirando las estrellas. 

Fue el teniente Fischer el que le arrebató los prismáticos con furiosa urgencia. Aquella huella borrosa ya era visible a simple vista y crecía por segundos. Diminutas gotas de agua salada, succionadas con fiereza, envolvían el vehemente vuelo del aparato y amortiguaban el bramido de los motores. El avión de la RAF parecía resbalar sobre el mar azul, camuflado bajo el azul del cielo, y se abalanzaba sobre ellos a trescientos  cincuenta kilómetros por hora. En unos segundos se desató un caos de gritos, aullidos de sirenas y carreras atropelladas. Las ametralladoras de 20 milímetros tabletearon buscando la aeronave y ésta se elevó en un giro brusco, esquivando los proyectiles y escupiendo fuego desde su vientre. El sol ardía sobre el acero de las alas. Pronto los disparos cesaron y la escotilla fue asegurada. La cubierta cabeceó y se introdujo bajo las aguas. El puente aún asomaba entre la espuma cuando el avión dejó caer cuatro cargas de profundidad, que chapotearon a no más de cinco metros del costado de estribor del U-111. Cuando estallaron, los delfines estaban muy lejos de allí.

El Peñón
George Castle era uno de los veintitrés aviadores del 48º Escuadrón que posaban para aquella foto con su uniforme de paseo. Los oficiales, sentados en sillas. El resto detrás, de pie. Tras ellos, majestuoso, aparecía el verdadero protagonista: un Lockheed A-28 Hudson, con sus dos motores resplandecientes y el morro elevado con orgullo. Cuatro hombres se introducían en sus entrañas cada vez que el pájaro volaba: piloto, navegante, bombardero y operador de radio, que a su vez oficiaba de artillero. Su especialidad eran los submarinos. Alemanes, por supuesto. El fotógrafo llamó su atención: ¡Caballeros, caballeros! Miren todos aquí, ¡aquí! Lo dijo en español, ese español meloso que se asemeja al inglés que pronuncian los escoceses. Lo habían hecho venir desde La Línea de la Concepción, porque en Gibraltar sólo quedaba un puñado de llanitos. Habían evacuado a sus 18.000 habitantes poco antes del gran bombardeo. Francia acababa de rendirse y el mando militar del Reino Unido, receloso, ordenó un ataque preventivo contra varios puntos de sus posesiones coloniales en África. Los franceses devolvieron la impertinencia arrojando toneladas de bombas sobre el Peñón durante día y medio. Aquella noche Gibraltar se iluminó intensamente, con los reflectores rasgando repetidamente el cielo, y las defensas antiaéreas martilleando una y otra vez como contrapunto a las explosiones que fracturaban la tierra. En las playas de La Línea los niños españoles saltaban intentando atrapar los súbitos resplandores, atraídos por la belleza de aquel inesperado espectáculo.

Fue un hola y un adiós. La aviación francesa no volvió a aparecer por allí. Reconstruyeron el aeródromo en cuestión de días, pusieron a punto una docena de bimotores y comenzaron a llegar buques de guerra y barcos mercantes. Piezas apetecidas por los sumergibles enemigos. En el Mediterráneo rugía la guerra.

El 23 de marzo de 1943 George descendió súbitamente hasta situarse entre los dos azules. Le puso en alerta un brillo metálico en el mar. Voló casi a ciegas por la nube salada que levantaba a su paso el avión y forzó los motores. Cuando los artilleros del submarino comenzaron a disparar, elevó el morro y evitó el sol. Ya nada era azul sino rojo. Su siguiente recuerdo consciente fue una gran mancha de aceite extendiéndose sobre el agua. Trazó un amplio arco y pensó que aquel sería un día muy largo. El submarino pronto tendría que emerger de nuevo. Ganó altura. Ordenó transmitir la posición y se preparó para describir círculos hasta que en un par de horas llegara el relevo.

Los  olivos
Hoy es 1 de junio de 1983. Esta mañana hemos inaugurado el Cementerio Militar Alemán de Cuacos de Yuste. Aquí reposan, ya para siempre, 184 soldados alemanes que combatieron en las dos guerras mundiales. Sus cuerpos fueron encontrados en tierras y aguas españolas. Eran aviadores y marinos. Durante tres años han sido trasladados desde los cementerios en que originalmente se les dio sepultura. Klaus, ¿quién hubiera imaginado que acabarías viajando tanto, desde nuestro pequeño pueblo sajón? Ahora descansas junto a tus camaradas y os podré honrar a todos cada vez que te visite. Abriré la pequeña cancela, entraré en la cabaña y leeré de nuevo la placa: “…allí donde el mar los arrojó a tierra, donde cayeron sus aviones o donde murieron. El Volksbund en los años 1980-1983 los reunió en esta última morada… Recordad a los muertos con profundo respeto y humildad”. Es un sitio bonito. Las cruces de granito gris se alinean geométricamente en una agradable finca abrigada por los olivos. Hay sol y hay luz.

El embajador ha sido muy atento, nos ha dedicado a los familiares unos minutos en privado. Yo tenía curiosidad por saber qué motivos han llevado a nuestro Gobierno a elegir este lugar, alejado de las rutas más transitadas y seriamente despoblado, para honrar a nuestros soldados. No es fácil llegar a Yuste. Ni siquiera es fácil localizarlo en un mapa. Pero debería haberlo supuesto: a unos cientos de metros se encuentra el monasterio donde Carlos V, emperador de Alemania y soberano de las Españas, pasó sus últimos meses de vida. La encarnación de las dos naciones, sí.

El emperador y los soldados, unidos por una distancia de 500 años. El tiempo desvanece las diferencias. Los seres humanos somos incapaces de entender que el tiempo es un mito que nos alivia del miedo a desaparecer. Nos empeñamos en dominarlo, en medirlo, en convertirlo en objetos que podamos palpar, mirar, cuidar. Mi familia se hizo rica gracias a esta obsesión. Glashütte, mi pequeño pueblo sajón. También el de Klaus. Mi bisabuelo construyó aquí nuestra fábrica de relojes. Bueno, no fue tan fácil. Él empezó siendo un humilde aprendiz y la fábrica fue primero un barracón húmedo y frío asomado al Elba. Pero pronto prosperó. Cronómetros de bolsillo, péndulos para observatorios, dispositivos de apertura retardada para cámaras acorazadas… incluso relojes de pulsera como complementos de moda. Cuando estalló la guerra mi padre no se alarmó. El negocio iba a seguir siendo esencialmente el mismo. Adaptó la maquinaria a las nuevas necesidades: piezas para los mecanismos de navegación naval y aérea, engranajes de precisión, cronómetros marinos y relojes de pulsera para aviadores. 

Sí, Klaus, cuando te fuiste me gustaba pensar que mi familia contribuía a que siguieras vivo. El mismo día que te llamaron a filas me pediste que me casara contigo. Era una niña, Klaus. Pero te miré a los ojos, esos ojos azules que todo lo teñían, y te dije que sí. Tardamos una semana en convencer a mis padres. Mis lágrimas estaban a punto de agotarse. El alcalde, de mejor humor de lo que era habitual en él, nos casó en el vestíbulo del Ayuntamiento la víspera de tu partida. 

El mar tardó tres semanas en devolver piadosamente tu cuerpo. Te mecía el plácido oleaje de la playa de La Misericordia. Besabas la arena. Tú, mi Klaus, marino engrasador del U-111. Hubo treinta y ocho muertos, cuatro desaparecidos y nueve supervivientes. Dos años después las bombas cayeron sobre Dresde. Desde Glashütte contemplamos aquella noche el halo de la gigantesca antorcha en que se convirtió la ciudad. Me compadecí de cuantos murieron consagrados al fuego. Y me alegré de que tú, Klaus, hubieras sido arrebatado por el azul del mar, bajo el azul del cielo.

Cuando llegaron los soviéticos desmantelaron la fábrica y se llevaron toda la maquinaria, hasta la última tuerca, hasta el último tornillo. No quedó un solo remache sin remover. Lo perdimos todo. Con las pocas pertenencias que nos quedaban nos confiamos a los caminos. Éramos refugiados. Vagamos sin rumbo durante meses, mendigando comida y agua, rapiñando cuanto se ponía a nuestro alcance. Acabamos estableciéndonos en Baviera. Empezamos de cero, tuvimos suerte. Los americanos estaban muy interesados en los métodos de la industria alemana. Nos dieron de comer y nos facilitaron las cosas. 

Klaus, tus ojos eran de un azul tornadizo. Me miraste y te dije que sí. Era una niña. La noche que nos casamos yo tenía mucho miedo. Fue nuestra noche de bodas. Bebí demasiado, me sentí mal. Era la primera vez que bebía alcohol. Me asusté, me encerré en el baño. Por eso no atendí tus súplicas, no temí tus amenazas, no quise oírte llorar. Durante horas golpeaste aquella puerta. Luego sólo hubo silencio. Cuando desperté la habitación estaba vacía. Te habías ido en aquel tren. 

En la fábrica de mi familia inventábamos el tiempo. Componíamos aparatos que te ayudaban a seguir vivo. En nuestra noche de bodas te negué mi cuerpo de niña, Klaus. Pensé que volverías para reclamarlo, que vivirías para cobrar la deuda. Pensé que la guerra respetaría este compromiso. Dos años después vagaba por los caminos de la Alemania derrotada. Era viuda y era virgen. A veces sueño con tus ojos azules. Azul claro, luminosos. Sueño que nos cogemos de la mano y paseamos entre los olivos.

Salvador Rivas

1 comentario: