La vida secreta de Walter Mitty |
Fui a ver La vida secreta de Walter Mitty en plenas Navidades, en plan “huida urgente de la avalancha de deseos de felicidad y bondad”. Me apresté, pues, a poner alrededor de mi cuello un lazo de celuloide y a arrojarme al abismo. El abismo, en este caso, se llama Ben Stiller, habitualmente cargante como actor en historias que oscilan entre el limbo y el purgatorio. ¿Qué podía resultar de sumar a su currículo la condición de director?
Recogí a L. a media tarde y lo primero que hizo fue preguntarme por los niños, previamente puestos a buen recaudo. “¿Pero no vamos a una película de dibujos?”, insistió. “No, es una comedia con actores reales y no es infantil”, repliqué con una mirada de soslayo y obviando la incertidumbre que nos acechaba. Es lo que pasa por ir instruido al cine, que uno cree que todo el mundo pide antecedentes y cartas de recomendación antes de pasar por taquilla.
Por una vez no se justificaron mis temores. Ben Stiller está extrañamente contenido, la historia tiene buen ritmo y sabe pasear por el filo de la navaja de lo creíble, y los buenos sentimientos no provocan un ataque agudo de diabetes. La vida secreta de Walter Mitty es una película agradable, sin más pretensiones, que se deja ver. Es una película “bonita”, en todos los aspectos. Ahora que ha pasado la Navidad es todavía mejor ir a verla…
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