miércoles, 7 de mayo de 2014

Épica en la inclemente llanura extremeña


Produce pasmo que Intemperie (Seix Barral, 2013) sea la primera novela de su autor, Jesús Carrasco. Sorpresa y envidia, para qué lo voy a negar. Entre el enorme placer que supone su lectura se remueve, inquieta, la pregunta de cómo lo ha conseguido. Porque Intemperie es una historia preciosa y precisa, que empieza en la primera letra y acaba en la última. No, no es de perogrullo: nada le falta y nada le sobra.

Hay quien ve en Jesús Carrasco a un nuevo Miguel Delibes. Pero a mí, perdónenme, no me resulta un ascético cronista de la España rural. A mí, por mucho que la novela se sitúe en la inclemente llanura extremeña, Intemperie me trae el eco de la épica de los pioneros del Lejano Oeste y de la mejor narrativa norteamericana: Raymond Carver, Richard Ford, John Updike, William Faulkner…

Resulta un tópico, sí, pero el paisaje se convierte en un personaje más… Me corrijo: el paisaje es “el personaje”, el protagonista cuyo carácter da sentido a toda la historia. Tan capaz de sostener la vida como de aniquilarla. Sin remordimientos, sin dudas.

Intemperie es una novela dura y extremadamente violenta, por más que la violencia explícita no aparezca hasta las páginas finales. Es la historia de la huida de un niño y de una extraña amistad. Es una narración impregnada de miedo y de angustia, de tenacidad y de poesía. En un tiempo indeterminado que encaja en cualquier época.

Jesús Carrasco mantiene intacta la intriga de la historia durante toda la novela, con pulso deslumbrante. Mientras leía a L. capítulos enteros, ella se desvelaba y pronunciaba en voz alta las preguntas que se agitaban en mi cabeza. Y alguna otra: ¿qué había pasado con el perro que cuidaba el rebaño de cabras? L. me sorprendía con aquella pregunta que, vaya por Dios, también tendría su respuesta.


Sabía que manteniendo invariable el rumbo, tarde o temprano se cruzaría con alguien o con algo. Era sólo cuestión de tiempo. Como mucho, daría la vuelta al mundo para volver a toparse con el pueblo. Entonces ya daría igual. Sus puños serían duros como la roca. Es más: sus puños serían roca. Habría vagado casi eternamente y, aunque no hubiera encontrado a nadie, habría aprendido de sí y de la Tierra lo suficiente como para que el alguacil no pudiera someterle más. Se preguntó si sería capaz de perdonar en esas circunstancias. Si, habiendo atravesado el gélido polo, los bosques umbríos y otros desiertos, ardería en él todavía la llama que le había quemado por dentro. Quizá el desamparo que le había expulsado del hogar que Dios designó para él ya se habría disipado entonces. Puede que la distancia, el tiempo y el roce incesante con la tierra limaran sus asperezas y lo calmaran.
                                
                                     Fragmento de Intemperie, de Jesús Carrasco. Seix Barral, 2013


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