martes, 17 de junio de 2014

La hecatombe


Todavía ganaba España el partido cuando sonó el timbre de la puerta. Era L., con la despreocupación de quienes no entienden que, en este país, las banderas sólo se sacan cuando hay fútbol. Se sentó ante el televisor, pero al otro extremo de la salita, y se puso a coser. Sólo había dado unas puntadas cuando empató Holanda.

El descanso fue el típico trajín de ir al baño, reponer cervezas y recargar optimismo. Pero L. se puso a barrer el patio y después regó las plantas, como si fuera un sábado normal en el que hiciera falta darle utilidad al tiempo. El partido se reanudó y ella volvió a coger aguja e hilo. “¿Quién gana?”, preguntó. Sí, ya iban dos a uno, y ella se sorprendió durante una décima de segundo. Después continuó cosiendo como si tal cosa.

Los goles iban cayendo. “¿Pero cuántos van ya?”, preguntaba L. “Pobrecitos, mira qué caras. ¿Y dónde está Curitiba? ¿Y por qué hace tanto frío? Uy, ese holandés da miedo. Pues si estos partidos son por puntos, cinco goles son un montón de puntos, ¿no?”. Y cada frase me retumbaba en la cabeza como los martillazos que fijan los pernos sobre la tapa de un ataúd.

Acabó el partido y recogí los cascos de las cervezas y el montón de pañuelos de papel. “¿Y por qué cogen un avión esta noche, a dónde van? ¿Esta vez le van a echar la culpa también a Sara Carbonero? Pero si está lloviendo, ¿no hacía calor?” L. guardó la aguja y yo miré el agudo instrumento como si escurriera las últimas gotas de mi sangre. “Cuando venía para acá no había un alma en la calle, así da gusto pasear”. Sentí un ligero mareo y un súbito acaloramiento facial. Mi respiración se agitó y sentí la necesidad de gritar. Con enorme indignación dejé que las palabras se agolparan en mi boca: bramé contra la inmoralidad de sumar al Producto Interior Bruto (PIB) 45.000 millones de euros de la prostitución, el contrabando y el narcotráfico. Qué diantres, después me sentí un poco triste.


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