miércoles, 16 de julio de 2014

Un arranque brutal

El primer libro que leí de Ricardo Menéndez Salmón fue El derrumbe y después vino El corrector. Entusiasmo es la palabra que me causaron ambas obras. Un estilo propio, temas universales, una voz literariamente joven. Hace unos meses, tras varios años de preparación, ha publicado Niños en el tiempo. Tras su lectura, casi inconscientemente, he dejado reposar la impresión que me causó. Es una novela muy buena, pienso. Pero al mismo tiempo, ¿es tan buena como las anteriores, no tiene unos imprevistos puntos débiles?

Lo que nunca se le podrá negar a Menéndez Salmón es la maestría en su escritura, el uso del bisturí en vez de empuñar una pluma. Sus novelas son especiales en esa combinación de narración y ensayo, de relato y reflexión, que impregna cada una de sus páginas. Y son especiales al abordar temas durísimos con delicadeza, sí, pero sin disfraces. En este sentido, Niños en el tiempo tiene un arranque brutal que nos deja sin respiración durante muchas páginas.

La muerte de un hijo, de un niño muy pequeño, es la conmoción, el detonante de la historia. El autor nos muestra las entrañas de dos seres humanos (cualquiera de nosotros) que no saben encontrarse entre tanto dolor. La narración se abre así de una manera magistral.

Y entonces llega el problema. Menéndez Salmón estructura su novela en tres relatos aparentemente independientes, en tiempos distintos, que sólo al final muestran su encadenamiento. El segundo describe un episodio de una pretendida infancia de Jesús (el Niño Jesús), que desmerece sensiblemente de lo leído hasta ese momento, falto del ritmo adecuado, carente del tono necesario para mantener la tensión narrativa. La tercera parte, el final, vuelve a levantar el vuelo, aun sin llegar al nivel inicial. Tras la anoxia del principio y la desorientación que le sigue, resulta un suave y placentero descenso.


Quizá los nómadas sufren menos que los sedentarios. Quizá su dolor, al no estar ligado al recuerdo de lugares rígidos, construidos tras años de dedicación, sea más leve, como la arena del desierto o la brisa en los árboles. Quizá.

Porque su pena entonces, su pena de hombre en la frontera de los cuarenta años, rodeado de bienes de consumo, goces inmateriales y felicidad doméstica, era tan grande como la cantidad de recursos que había empeñado para rodearse de ese mundo. La solidez de los cimientos hacía tanto más profunda la calidad de su herida. Su hijo había muerto y la casa seguía en pie. Era una prisión burlona, macabra.

Un panóptico de su drama.


Fragmento de Niños en el tiempo (Seix Barral, 2014), de Ricardo Menéndez Salmón

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