martes, 23 de diciembre de 2014

Luces de Navidad en el balcón


Un buen día L. llegó a su casa, un coqueto primer piso de una ciudad cualquiera. Se puso la comida por delante, almorzó, recogió la mesa y se echó en el sofá. Disfrutó una siesta en duermevela, levemente amenazada por los leones de los documentales de La 2. Se levantó un poco desorientada, buscó la luz vespertina y se acercó al balcón. Vió a un señor al otro lado de la barandilla, mordiendo un cigarro humeante mientras desbrozaba alambre para asegurar aquellas hermosas luces de Navidad, que cruzaban la calle de balcón a balcón.

El señor reparó en ella y la saludó con una leve inclinación de cabeza. Aún sobresaltada, L. correspondió al saludo. El señor continuó anudando el alambre en la barandilla.  Poco después se hizo de noche y los alegres tonos rojos, verdes y amarillos se esparcieron por el salón.

Yo estaba leyendo El ocho (Katherine Neville, 1988), según dicen una de las novelas más vendidas de la historia de la literatura. Triste historia, debo pensar. Porque es una de las peores que jamás haya caído entre mis manos. Y he leído cosas (sí, cosas) muy malas. Estaba, pues, leyendo El ocho mientras las manos apenas asomaban bajo la manta y se me quedaban heladas. Ella hervía a mi lado, de indignación. “Podía haber estado paseándome desnuda por la casa”, decía, y yo contestaba “¿En diciembre?”, “En el mes que se me antoje porque es mi casa”, replicaba L.

El señor ni siquiera había pedido permiso, simplemente había aparecido allí arriba, como flotando. Podía haberlo invitado a chocolate con churros, bastaba con abrir el balcón y acercarle la taza y el cartucho aceitoso. Yo trataba de aclararme entre templarios, tuareg, alquimistas, revolucionarios dieciochescos y ajedrecistas ninja, que de todo tiene la novela: pura casquería. Al fin L. me rescató del laberinto: “Me electrocutaré cuando salga a regar los geranios”.



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