martes, 8 de enero de 2013

Ovejas



Subí con L. hasta el manantial que abastece Villavieja. Dejamos el coche a un lado de la carreterita y comenzamos a caminar por un sendero que se abre a la derecha, bordeado por un riachuelo. En este tramo la sombra permanece durante todo el día, de forma que en pleno invierno las hierbas continuaban escarchadas a las once de la mañana. El sendero es sencillo, fácilmente transitable y sin grandes desniveles. Más allá del riachuelo se levantan las primeras estribaciones de Sierra Oscura, impresionantes aun sin ser las más elevadas.




A medio kilómetro del comienzo del camino se abre un pequeño valle, en su mayoría tierras de labranza. Sobre una suave loma se divisa un árbol solitario y junto a sus raíces se desliza el riachuelo. Muy a lo lejos se adivina Villavieja.


Cuando L. y yo llegamos al valle vimos cientos de ovejas pastando. De repente varias decenas se avalanzaron en torno al árbol y se derramaron, como una marea, sobre el hilo de agua que fluía ante ellas. La mayoría de las ovejas no sabían siquiera por qué se avalanzaban de aquella manera; simplemente seguían a las que tenían delante.


Pronto nos encontramos rodeados de ovejas, castigados por el ensordecedor sonido de los cencerros. Pasamos junto a dos pastores y nos saludamos breve y educadamente. Buenos días, buenos días. El sol brillaba con fuerza y el aire helado no lograba hacernos sentir incómodos. Me senté con L. bajo el árbol y desde allí contemplamos el hilo de plata que bajaba sosegado hacia las faldas de las montañas.


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