sábado, 29 de marzo de 2014

Un adiós muy negro


 El largo adiós (Raymond Chandler, 1953) hace honor a su nombre y se prolonga durante más de 500 páginas. Pero que no cunda el pánico: esta novela negra, la penúltima del autor con el detective Philip Marlowe como protagonista, está considerada una de las mejores del género. Y como tal entra por los ojos antes que por el estómago, y su lectura se convierte en un soplo de aire fresco, en una antología de diálogos ingeniosos y convincentes, en un jugoso juego en el que nunca hay ganadores.

Me acerqué a Marlowe por primera vez hace pocas semanas, tras huir de Saúl Bellow, al que no creo que vuelva a darle crédito. Dos novelas me ha durado, la última la he dejado sin haber degustado un tercio. Me acerqué a Marlowe, digo, por primera vez. Y es de esas historias que lamentas que se acaben, de tal manera te atrapa.

El largo adiós no se entretiene en destellos estilísticos. O tal vez sea ése su principal destello: el estilo es parte de la historia, fluye bajo las palabras como una potente fuerza de atracción oculta. Es "todo trama", la narración avanza a velocidad vertiginosa y las descripciones se ciñen a un mínimo común denominador. Y no pocas veces los diálogos, en extremo abundantes, usurpan las funciones de otros recursos literarios. Sincretismo lingüístico en favor de la acción.

A veces, por las noches, L. me pide que le lea algún pasaje del libro que en ese momento tenga entre ceja y ceja. No porque sea un buen lector, sino porque mi tono monocorde la induce al sueño.  Con El largo adiós me ponía en un doble aprieto: "No, que esta novela tiene muchos diálogos". Tenía que unir a mi torpeza lectora mis escasísimas dotes dramáticas, a las que tenía que recurrir para distinguir cuándo hablaba cada personaje.


Dotes interpretativas son las que tenía Humphrey Bogart para que le sentara como un guante el personaje de Marlowe, aunque sólo lo encarnara en El sueño eterno (Howard Hawks, 1946). Por eso he preferido ilustrar esta entrada con una fotografía de Bogart, en vez de recurrir a la versión de El largo adiós que rodó Robert Altman en 1973, y que no he tenido el gusto de ver.

La novela es una obra maestra del género negro, en la que los clichés del género son manejados con maestría para llevarnos a una indisimulada reflexión sobre la amistad y la creación literaria, y en la que no falta la crítica social.


La primera vez que le eché la vista encima, en el interior de un Rolls-Royce Silver Wraith, junto a la terraza de The Dancers, Terry Lennox estaba borracho. El guardacoches había traído el automóvil hasta la entrada y mantenía la portezuela abierta porque el pie izquierdo de Lennox seguía balanceándose fuera, como si su propietario hubiera olvidado que le pertenecía. Aunque sus facciones eran juveniles, tenía el pelo canoso. Bastaba mirarlo a los ojos para darse cuenta de que estaba más borracho que una cuba pero, por lo demás, su aspecto lo asemejaba a cualquier joven de buena familia, vestido de esmoquin, dispuesto a gastarse demasiado dinero en uno de esos locales que sólo existen para sacarles los cuartos a tipos como él. Había una chica a su lado. Su pelo tenía una preciosa tonalidad de rojo, en los labios lucía una sonrisa distante y sobre los hombros llevaba un abrigo de visón azul que casi convertía el Rolls-Royce en un automóvil más. No del todo. Nada lo consigue.

                             Fragmento de El largo adiós (Raymond Chandler, 1953). Edición de 2002, colección Clásicos del Siglo XX, del diario El País.


2 comentarios:

  1. Tengo a Chandler pendiente desde hace tiempo. Con esta reseña, igual me inicio con este novelón.

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  2. Yo volveré a visitarlo, sin duda. Tiene un bourbon que merece la pena...

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