martes, 20 de agosto de 2013

Perseguir la prensa en domingo

Comprar el periódico no es tarea fácil. El domingo pasado me levanté temprano, bastante antes de lo que hubiera querido. Pero es cierto que conforme se van cumpliendo años se necesitan menos horas de sueño. Y, lo que es peor, se disfruta menos la pereza. Pero era temprano y tenía tiempo que llenar. Así que a las 9:30 de la mañana me acerqué a la puerta de casa y L. me gritó desde la cocina: “¿A dónde vas?” Ella se quedó preparando el desayuno y yo, muy feliz, recorrí los cincuenta metros que separan la vivienda del quiosco. En siete minutos estaría de vuelta. Bueno, quizás ocho.

Cuando llegué al quiosco no sabía si estaba medio abierto o medio cerrado. Asomé la cabeza por la puerta entreabierta y le dije al quiosquero: “Parece que hoy llego un poco pronto, ¿no?” Pues no. Sólo se había acercado a ordenar algunas cosas, porque justo ese día, domingo, empezaba sus vacaciones. Así que me disculpé, pero cuando ya me iba me entregó un periódico. “No sé por qué han dejado éste, no tenían que haber traído ninguno. Pero ya que está aquí se lo regalo”. Gesto que le agradecí infinitamente.

Agradecí el gesto y un poco menos el periódico, que era el Sur. No es que no me guste, es que no me dura cinco minutos de lectura. Y a pesar de mis muchos años de prácticas periodísticas de juventud en Sur, yo soy fiel lector de El País. A pesar de los pesares. Bueno, me convencí, me acerco al punto de venta de prensa más próximo, son cinco minutos. Pues subí por la calle Comedias y al llegar a mi destino me quedé muy sorprendido: el quiosco estaba cerrado. Total, ya que estoy aquí giro a la izquierda y compro el periódico allí, está cerca. Pues me dirigí a la plaza y al llegar a mi destino me quedé aún más sorprendido: el quiosco estaba cerrado.

Me volví por donde había venido, tras recorrerme un trozo de ciudad tan grande como una porción generosa de tarta de queso. Subí al piso, giré la llave en la cerradura y entré. Me planté ante L. a las 10:17 de la mañana y sin decir “Hola” refunfuñé un largo monólogo con mis desventuras, que concluí de esta manera:

-    Yo no quiero que Antequera sea Madrid. Pero en Madrid el periódico del día puedes conseguirlo fácilmente la medianoche anterior. En papel, como toda la vida. Es que esto –y golpeé Sur varias veces con mi dedo índice- son noticias de ayer, ¿a qué hora hay que esperar para leerlas? ¿A mediodía? ¡Luego se quejan de que se los está comiendo Internet!

-    Tienes el café en el microondas, caliéntatelo –zanjó L.

Me sentí realmente libre cuando me senté ante el café recalentado. Miré la portada de Sur: una multitud abarrotaba la afarolada calle Larios, en Málaga. Era la apoteosis de la Feria de Día. La foto constituía la noticia más importante de la jornada. El resto del mundo se removía inquieto ante una incertidumbre planetaria, si la Romería de la Victoria debía recibir más apoyo municipal. Me zambullí en el cuadernillo central del periódico, dedicado por entero a las fiestas malagueñas. Es bueno saber que si en Antequera tiene su hogar el localismo vacuo, Málaga es el templo del provincianismo acomplejado. Mi síndrome de abstinencia de El País se acentuó.

Tenía previsto salir con L. para Granada en breves minutos. Podemos parar en la Alameda y comprar El País, me tranquilizó ella. Vale, repliqué. Me puse al volante y llegamos en nada. ¿Dónde vas a aparcar? Aquí. Pero esto es el carril derecho. Ya lo sé, no viene nadie. No me gusta estorbar. A mí tampoco.

L. se bajó con el ceño fruncido justo a la altura del estanco. Calibró los escasos tres metros de acera que la separaban de la puerta y miró la valla transparente con macetas resecas, que se extiende desde la esquina de la tienda de chinos hasta San Luis. Se decidió por la esquina de los chinos, que incorpora un semáforo, y cuando por fin pudo acceder a la acera volvió a subir por ella. Cuando salió del estanco con el periódico en la mano se acercó al coche, miró a izquierda y derecha y dudó. Abrí las ventanillas y la animé: “¡Salta, la valla es baja!” Me hizo caso, pasó una pierna por encima y después la otra. Pero como una corredora olímpica de obstáculos, en el último momento se le enganchó levemente la puntera, perdió el equilibrio y cayó de bruces sobre el capó. Las gafas de sol se le torcieron y quedaron atravesadas sobre la cara. Pero siguió sosteniendo firmemente El País entre sus manos, incluido el suplemento dominical.

L. me miró con sus ojos castigados por el sol veraniego y esbozó una sonrisa venenosa. Yo acompañé de gestos mis últimas palabras, pronunciadas a través del parabrisas: “Tú querías ir al Eroski a lavar el coche antes de tirar para Granada, ¿verdad?”



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