Librería San Pablo, en Madrid |
Las personas que se acercan pidiendo son nativos, extranjeros, rubios, negros, morenos, altos, bajos, aseados, mal vestidos, gordos, delgados, jóvenes, maduros, mayores… Piden para un bocadillo, un café, para dar de comer a sus hijos, para medicamentos… Muchos tienen un lugar fijo para sus jornadas, un pequeño territorio en exclusiva. Lo acostumbrado es la puerta de una iglesia, y cada vez más las de los supermercados. Abundan también los pedigüeños “flotantes” que te abordan por la calle.
Al principio piensas que no has visto bien, que es producto de una mancha de luz en la retina difuminada al volver rápidamente la cabeza. Pero el cerebro procesa la imagen en un milisegundo, y alerta de que algo no encaja. Así que colocas los ojos (con las gafas) de nuevo sobre ese escenario. En la plaza Jacinto Benavente el trasiego de gente es constante. En una esquina hay una gran librería, la San Pablo. En la puerta, sentado sobre una descompuesta sillita de playa, ocupa su espacio un pedigüeño “oficial”.
Asombrado, le explico a L. que nunca había visto un pedigüeño a la puerta de una librería. Ella, al contrario que yo, no deja pasar ocasión de dar unas monedas. Y con su infinita sabiduría agazapada tras sus gafas de sol, me contesta: “Será un pedigüeño muy culto. ¡Pobrecito, mi amor!”
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