martes, 27 de agosto de 2013

Un pedigüeño a la puerta de una librería

Librería San Pablo, en Madrid
Madrid está sucia y arrecia su marea de gente. A pesar de ser agosto, hay momentos en que cuesta trabajo andar por sus calles más emblemáticas: Sol, Carretas, Alcalá, Gran Vía, Huertas, Arenal, Plaza de España… ¿No quedamos en que se iba todo el mundo? Hace calor, llevas todo el día en la calle porque hay que aprovechar el fin de semana antes de tomar el tren de regreso. No sudas, sino que te desbordas. Te paras ante una máquina expendedora de agua y enseguida alguien se acerca y te pide dinero. Te detienes en un quiosco para comprar el periódico y te susurran casi al oído rogando unos céntimos. Improvisadas camas de cartón se esparcen aquí y allá, con la intemperie como techo. En esos momentos te preguntas qué significa que empezamos a salir de la crisis, y qué clase de insensible sociedad es la que permite este desolado panorama.

Las personas que se acercan pidiendo son nativos, extranjeros, rubios, negros, morenos, altos, bajos, aseados, mal vestidos, gordos, delgados, jóvenes, maduros, mayores…  Piden para un bocadillo, un café, para dar de comer a sus hijos, para medicamentos… Muchos tienen un lugar fijo para sus jornadas, un pequeño territorio en exclusiva. Lo acostumbrado es la puerta de una iglesia, y cada vez más las de los supermercados. Abundan también los pedigüeños “flotantes” que te abordan por la calle.

Al principio piensas que no has visto bien, que es producto de una mancha de luz en la retina difuminada al volver rápidamente la cabeza. Pero el cerebro procesa la imagen en un milisegundo, y alerta de que algo no encaja. Así que colocas los ojos (con las gafas) de nuevo sobre ese escenario. En la plaza Jacinto Benavente el trasiego de gente es constante. En una esquina hay una gran librería, la San Pablo. En la puerta, sentado sobre una descompuesta sillita de playa, ocupa su espacio un pedigüeño “oficial”.

Asombrado, le explico a L. que nunca había visto un pedigüeño a la puerta de una librería. Ella, al contrario que yo, no deja pasar ocasión de dar unas monedas. Y con su infinita sabiduría agazapada tras sus gafas de sol, me contesta: “Será un pedigüeño muy culto. ¡Pobrecito, mi amor!”


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