jueves, 29 de agosto de 2013

Libros gratis en un lugar llamado Capricho


Nos encontramos de repente ante dos cajas de cartón repletas de libros. En sus costados alguien había escrito con rotulador: “LIBROS GRATIS”.  Miramos a nuestro alrededor, temiendo que de un momento a otro surgiera de la nada un voraz vendedor que quisiera colocarnos una enciclopedia escolar ¡en papel! O un par de cámaras de televisión arropando a un presentador intrépido, con la malsana intención de atraparnos en un concurso de televisión callejero.

Pero miramos a nuestro alrededor y lo único que vimos fue la boca de metro, que se hundía en las profundidades del mediodía de un mes de agosto madrileño. Vimos el cartel con el nombre de la estación: “Capricho”. Vimos el árido parque infantil que se abría a nuestra izquierda. Y a la derecha vimos los bloques de viviendas de cinco plantas, con sus recintos vallados en los que los niños saltaban a las piscinas, y los edificios de oficinas un poco más altos. A nuestra espalda se abría la calle hacia el horizonte arañado por las torres de alta tensión, y en ella no había un solo coche. Sobre nosotros el sol caía a plomo.

Miré de reojo el contenido de las cajas. Eran libros con poco uso, de largas colecciones por entregas afloradas en el albor del siglo XXI. Había un volumen de Historia del Arte, una publicación juvenil basada en Parque Jurásico, y varias obras con el nombre de John le Carré, en grandes dimensiones, cubriendo todo el lomo. Allí estaba una parte de la antigua Narrativa Actual, de RBA: Ende, Dinesen, Orwell, Vargas Llosa, Highsmith, Delibes, Martín Gaite…



Nos miramos unos segundos sin saber qué hacer, hasta que ella dijo: “¿Nos llevamos a alguno?” Yo todavía esperaba que alguien nos asaltara con una extraordinaria oferta editorial con la que vaciarnos los bolsillos. Pero no ocurrió nada y murmuré, desconfiado: “Bueno”. Cuando me incliné sobre las cajas para ver los títulos y toqué uno de los libros, entonces me convencí de que, sencillamente, alguien los había dejado allí para que los leyeran otras personas con más tiempo o más espacio en sus casas.

L. cogió La campesina, de Alberto Moravia, lo ojeó brevemente y lo metió en su bolso junto con una sonrisa, diciendo: “Éste creo que no lo he leído”.  Yo me decidí por La gente de Smiley, de Le Carré. Lo había leído meses atrás, en la Biblioteca de San Zoilo, tras El topo. Quería tener cerca esa historia de espías de la Guerra Fría. Espías de escritorio.

Bajamos las escaleras de la estación de metro de Capricho y dejamos el resto de los libros atrás.


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