martes, 15 de octubre de 2013

Tareas domésticas


Supo que había llegado el otoño por las escasas gotas que cayeron sobre la ciudad aquella tarde. El viento del atardecer ya no secaba la piel y miles de pájaros, ocultos entre las ramas de los árboles, comenzaron a cantar al unísono en cuanto la nube pasó de largo. El aire se desplazaba velozmente entre las hojas, las empujaba, y producía un murmullo familiar. Algunas caían al suelo, amarillentas. Los faroles parpadeaban antes de encenderse por completo.

Cerró el balcón. Se puso de nuevo los guantes de plástico. Tenía que acabar de limpiar la casa. Nunca había soportado las tareas domésticas. Pero esa tarde había dejado brillantes los muebles de todas las habitaciones: el salón, la cocina, el cuarto de los niños, el dormitorio de matrimonio, la salita... Apartaba el sudor de su frente con torpeza, como si aquel material con el que tenía cubiertas las manos pudiera enjugar una mínima cantidad de líquido.

El cuarto de baño. La última estación. Lejía. Limpiacristales. Amoníaco. Estropajo. Bayeta. Cada cinco minutos salía al balcón a tomar aire. Insoportable. El calor que había desaparecido fuera se concentraba en el pequeño espacio delimitado por la bañera, el inodoro, el bidé y el lavabo. Frotar. Enjuagar. Escurrir. Aclarar. Desinfectar. Sudar. Se empleó con el primer azulejo. “Alicatado”, pensó. Hubiera querido destruir la lisa superficie, descubrir el enlucido, penetrar en los ladrillos. Penetrar.

La última vez. Aquella era la última vez. No pensaba volver a hacerlo. Ni en su casa ni en ninguna otra. Lo había decidido ya varias veces. Pero todo iba a cambiar. Se alejaría de allí para siempre. Se perdería en algún rincón del mundo. Viviría. Al fin. Haría todo lo que había imaginado en sus mejores días. Se dedicaría a algún trabajo creativo. Tal vez pusiera un negocio. Sin jefes. Alquilaría un pisito, nada de lujos, tan sólo con lo imprescindible para sentirse cómodo: una cama, una nevera, un televisor, una mesa, cuatro sillas, un sofá de tres plazas, una enorme bañera. Todo lo demás le sobraba. Estaría a solas. Sin ruidos. Sin conversación. Lejos de los terribles dolores de cabeza.

Se duchó concienzudamente. Recorrió con la toalla cada poro de su piel. Se examinó ante el espejo con minuciosidad, buscando sombras, manchas rebeldes, rastros de humedad. Arrojó los guantes, las prendas sudadas, los estropajos, a la repleta bolsa de basura. Anudó sus extremos. La cerró. Se vistió con ropa limpia. Abrió la maleta. Colocó en ella varios trajes, las joyas, las zapatillas, el último volumen de Murakami, el martillo envuelto en una rebeca de punto. Se puso la chaqueta. Introdujo en el bolsillo interior la tarjeta del cajero. En el bolsillo del pantalón, bien a mano, deslizó un fajo de billetes. Comprobó que los zapatos estaban relucientes. Buen trabajo.

Cerró la puerta con llave. Esperó pacientemente el ascensor. Bajó. Salió del portal. Ya era de noche. La brisa le refrescó. En la acera no quedaba ni huella del chaparrón. Colocó la maleta. Arrancó. El depósito del coche estaba lleno. ¿Hacia dónde? Se detuvo ante un semáforo en ámbar. No tenía prisa. Había olvidado ponerse el cinturón de seguridad. Lo estiró. Oyó el chasquido. “Nunca se sabe qué nos espera en el próximo cruce”, se dijo, prudente. Cuando la silueta casi humana que despedía luz verde comenzó a parpadear, cruzó deprisa una mujer. Una hermosa mujer. “Treinta y tantos. Es guapa. Mantiene el tipo. Ha sido madre una vez, tal vez dos, pero no más. Maneja dinero”. La siguió con la vista. Se removió incómodo. Vio de nuevo las gotas de sangre reseca sobre los azulejos (“Alicatado”, se corrigió), antes de desaparecer bajo el estropajo. Oyó cómo absorbía la fregona el líquido espeso. Imaginó la soledad de los cuerpos, envueltos en mantas que comenzaban a gotear. Se sobresaltó. Del coche que le seguía brotaba repetidamente el estridente sonido de la bocina. Dejó atrás el semáforo. Miró de reojo a una muchacha morena que paseaba un perro. Enseguida la dejó atrás. Apuntó mentalmente: “Cortarme el pelo. Afeitarme el bigote. Enterrar el martillo. Comprar el periódico todos los días”. Algunas gotas cayeron sobre el parabrisas. Sonrió.


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