martes, 29 de octubre de 2013

Regreso a Vargas Llosa


Septiembre contaba tan sólo unos días. Yo estaba a punto de empezar las dos semanas de vacaciones que me quedaban. Era sábado y el periódico exhalaba un tenue olor a literatura. El País había publicado un muy extenso reportaje sobre Vargas Llosa, a cuento de la presentación de su última novela, El héroe discreto (2013). Leila Guerriero firmaba el apasionante reportaje, que se zambullía sin pudor en muchas de las claves vitales presentes en la obra del escritor peruano.

Conocí a Vargas Llosa (por libro interpuesto) allá en mi lejana adolescencia. Y claro, me impresionó. La ciudad y los perros (1963), Pantaleón y las visitadoras (1973) y La tía Julia y el escribidor (1977) fueron tres conmociones personales de las que nadie se recupera nunca. Pero, extrañamente, a esta bendición literaria siguió un larguísimo período de sequía en el que, por así decir, me dediqué a esquivar por sistema al autor. No me pregunten por qué.

El caso es que el mencionado reportaje me llevó de nuevo tras la pista de Varguitas. Era un sábado de septiembre, con la luz suave de la media mañana filtrándose por el balcón. Casi tres páginas completas dedicaba el diario a Vargas Llosa, a su vida apasionante y al volcado de esta pasión en sus novelas. L. leía a mi lado, creo que una revista, y yo salpicaba su atención recitándole párrafos completos del texto periodístico. Hasta que se levantó del sofá con aire decidido, extrajo varios volúmenes de las estanterías que asedian el salón y los colocó ante mí, sobre la mesa, en un frágil equilibrio. “Tengo todos sus libros”, me dijo tajante. Y siguió leyendo.

Interpreté el gesto de L. como una oferta innegociable. Empecé por leer El sueño del celta (2010), pero lo dejé a medias, cansado de encontrar a un Vargas Llosa desfigurado, casi sin pulso, muy lejano del mito de mi juventud. Aunque en realidad el primer impulso había sido atrapar La guerra del fin del mundo (1981), intento del que desistí al encontrarme ante una letra de tamaño minúsculo. Algo no trivial a estas alturas.                                                                                                                         

Por fin me centré en La fiesta del chivo (2000), sobre el dictador dominicano Léonidas Trujillo. Y ahí sí, reencontré al escritor potentísimo, de prosa precisa y afilada como un cuchillo, al narrador que aparenta no estar pero que impregna cada frase con su personalidad y su estilo. La fiesta del chivo es la historia brutal de una inmensa cárcel asfixiante, en la que la vida no vale nada, en la que la violencia y el machismo lo son todo. La historia de una dictadura que bien podría ser cualquier otra, más cercana, olvidada en el peor de los sentidos. Es la historia de unos personajes crueles, todopoderosos pero débiles, y de otros personajes que se saben condenados al más espantoso destino, pero que tras sus dudas y vaivenes no renuncian a sí mismos. Es literatura.


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