martes, 1 de octubre de 2013

El castillo


L. llevaba en su cabeza un discreto sombrero de paja, delimitado sobre el ala por una cinta roja, en la que destacaban las blancas letras de una casa comercial. La intrincada red que trenzaba el sombrero proyectaba sobre su cara una sombra ajedrezada, escaques alternativos de luz y oscuridad, que en las fotos daba la impresión de ser un antifaz de delicado, y semitransparente, encaje negro. A más de treinta grados y con escasa comida en el cuerpo, las cinco de la tarde no parecía la mejor hora para dejar de beber agua.

- Estoy mareada.

- Bebe; es un golpe de calor.

- No, me sentaría mal.

- Te vas a deshidratar.

- No.

Para L. beber era una pérdida de tiempo, que la obligaba a perder más tiempo aún en el cuarto de baño. Así pues, ¿para qué molestarse en ingerir cualquier clase de líquido que no acompañara las tres comidas obligatorias?

Se sentaron en los escalones de la plaza, a la sombra. El cielo era de un celeste denso, impoluto. Ni una sola nube se atrevía a desafiar la luz incandescente que lo bañaba todo de azul.

- Yo no voy a subir andando al castillo.

- Pues subimos en el trenecito –terció él.

- No es ninguna locura.

Un autobús se detuvo al otro lado de la plaza, abrió sus puertas con parsimonia y fatigosamente vomitó a sesenta y dos ancianos que, de inmediato, tomaron posiciones para explorar el terreno palmo a palmo. Tras unos segundos de vacilación, el grupo se deformó varias veces en pocos segundos, tanteando los puntos cardinales, para de repente arrancar con precisión hacia el trenecito.

L. se puso las gafas de sol. “Levántate, ¡vamos!”, le dijo. Y salió disparada hacia el mismo objetivo. En pocos segundos el trenecito se vio rodeado por una multitud muchas veces centenaria. Él se quedó un poco atrás, convencido de que al castillo, como a todos los castillos que habían conocido, subirían andando. Pero L., deshidratada y exangüe, con su sombrero de paja y su sombra de encaje, se movió con agilidad y posó su mano sobre la portezuela del último y diminuto vagón. Se volvió hacia una anciana que se aprestaba a saltar dentro con las enaguas arremangadas y les dijo: “Lo siento, no hay sitio, ahí viene mi marido”. Sí, enarboló la mano, extendió el índice y lo señaló a él, hiriéndolo de resignación.

Cuando se sentó junto a L. en aquel vehículo sin motor de explosión supo que una etapa de su vida había acabado para siempre.

No hay comentarios:

Publicar un comentario