Fotograma de "El viejo y el mar", película de Alexander Petrov |
Había terminado de leer una serie de estudios históricos
sobre el auge y decadencia de los Austria, y estaba un poco saturado de esa
Castilla en quiebra perpetua y de esos reyes que todo lo hacían por el prestigio
de su dinastía y por la defensa de la religión. Hasta cargarse un imperio, que
ya hay que ser coherente. Así que en uno de esos ratos en que una mosca zumba
alrededor de mi cabeza, en la penumbra de la habitación, eché un vistazo a la
estantería en la que L. hacina buena parte de sus libros. Tardé varios minutos
en descubrirlos, pero allí estaban, esperándome, los personajes que me ocupan
estos días: el mar, el hombre, el pez.
El viejo y el mar
es una novela épica. No porque describa grandes hazañas de insignes personajes,
ni el azaroso transcurrir de pueblos llamados a la lucha por la supervivencia.
Lo que nos cuenta Ernest Hemingway es la lucha de un hombre contra sí mismo,
contra la soledad y las circunstancias. Y no le hizo falta llenar 500 páginas,
al contrario: la brevedad de la novela es la extensión lógica de una historia
aparentemente sencilla, escrita sin concesiones a la “literatura”. Con un
estilo seco, conciso. Afilado.
Cuando tomé el volumen blanco en mis manos y ví el título
pensé: “¡Qué buena suerte! Nunca he leído nada de Hemingway”. Conforme he ido
leyendo la novela algunos fragmentos de otro texto se han abierto paso en mi
memoria. Allá por mi adolescencia, en el siglo pasado, sí que leí Por quién doblan las campanas. Salvo
pasajes muy concretos, la sensación que me dejó fue la de un pasable culebrón decimonónico.
Más o menos por la misma época pusieron la película en la tele. Nunca me ha
gustado menos Gary Cooper. Pero volviendo a la literatura, me ha parecido muy
curioso que un mismo autor pueda escribir con resultados tan desiguales.
Esta noche acabaré la novela, con el rumor del agua profunda
y del roce de sedal sobre la madera en cada página.
Era un viejo que
pescaba solo en un bote en el Gulf Stream y hacía ochenta y cuatro días que no
cogía un pez. En los primeros cuarenta días había tenido consigo a un muchacho.
Pero después de cuarenta días sin haber pescado los padres del muchacho le habían
dicho que el viejo estaba definitiva y rematadamente salao, lo cual era la peor
forma de la mala suerte, y por orden de sus padres el muchacho había salido en
otro bote que cogió tres buenos peces la primera semana. Entristecía al
muchacho ver al viejo regresar todos los días con su bote vacío, y siempre
bajaba a ayudarle a cargar los rollos de sedal o el bichero y el arpón y la
vela arrollada al mástil. La vela estaba remendada con sacos de harina y,
arrollada, parecía una bandera en permanente derrota.
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